Cocina tradicional coatepencana

Por Rafael Rojas Colorado 


La cocina mexicana posee tres elementos cuyo origen se encuentra en el campo: el maíz, el frijol y los chiles. Estos elementos son muy importantes en la dieta nacional por lo que no es de sorprender que sean recurrentes en la gastronomía de cualquier región de México. La cocina coatepecana ofrece un interesante número de platillos basados en la combinación de estos elementos que, sumados a otros, le dan calidad y diferenciación respecto a otras.

Hortalizas típicas de la región. Fotog. Dulce Sánchez.

    En lo que concierne a la triada de alimentos del campo, que remiten su origen en las labores agrícolas, en el cultivo de la semilla que se cuida hasta que la cosecha ofrece su fruto, es la comunión entre la esencia humana y el corazón de la naturaleza lo que fecunda y de ella nace. El frijol se cosecha en la milpa; de la misma forma el maíz, que se transfigura en masa y esta, a su vez, toma forma en alguna de sus variantes como tortilla, totopo y tamales; y por supuesto los chiles, que son indispensables para preparar las salsas, entre las más comunes la verde, roja, de chile seco, borracha o de pico y la de molcajete –se asan chiles verdes, tomate, ajo, y más tarde se revientan en un molcajete de piedra-. Degustar tacos de salsa con frijoles es un sabroso platillo y típicamente rustico. Estos alimentos regionales, prácticamente estaban destinados para las clases sociales más limitadas en su economía, los preparaban en las cocinas de humildes viviendas, pero nadie puede abstenerse a ellos por ser muy sabrosos y, además, han transcendido hasta nuestros días y son adaptados como complemento de otros platillos que se paladean en fondas y restaurantes.


Cocinera elaborando tortillas de maíz azul. Colecc. Rafael Rojas.

   Cuando se cocina, ese momento se torna solemne, por no decir sagrado. En dicha labor convergen los cinco sentidos: vista, tacto, olfato, gusto y oído. A este último llega el trajín, –ruido– que se hace con los utensilios, lo acarician los sonidos de la preparación, además de las voces de quienes participan, como si de rezos se trataran. Gratifica el espíritu ver la mazorca siendo desgranada, cocer el maíz en agua y cal para obtener el nixtamal, moler en el metate hasta que el metlapil produzca una pasta fina, formar con las manos amorosamente la tortilla y colocarla sobre el comal de barro que es calentado por la roja llama de la lumbre que arde en el bracero: cuando se esponja está lista para degustarla. Los frijoles y la salsa han sido por muchos años el alimento del campesino que diariamente cumple su jornal, lleva en su morral de yute el bastimento que consiste en tacos de frijol y extendidas de salsa, y una torta de huevo o un pedazo de carne, cuyo itacate departe entre sus compañeros.


Acamayas. Colecc. Rafael Rojas.

  La comida se debe de complementar con algo líquido, se acostumbra el café negro preparado en olla, el café con leche, el atole de masa o agua de frutas; sí el momento lo amerita unos tragos de aguardiente, u otro tipo de bebida espirituosa, caen muy bien. El pan cocido en horno de leña no puede faltar; así sobrevive el jornalero mientras cumple con su trabajo en el diario vivir. Este tipo de alimentación, del que también se aprovechan los productos de origen animal, sirvió de base para que, en el tiempo y el espacio, diera origen a otros platillos más seductores al paladar, como el mole en sus diversos sazones, las carnes, los tamales, chiles rellenos, barbacoa, chilatole y el pozole. Y es imposible no mencionar a los mariscos y pescados que por lo exquisito de su preparación conforman también la cocina tradicional coatepecana; de entre los más comunes están el bobo, la trucha, bagre, robalito y los camarones, langostinos y las carnosas acamaya, que provienen del mar o de ríos y criaderos de la región.


Asunción Hernández Mávil. Colecc. Rafael Rojas

  Las garnachas son inciso connotado; todavía sobreviven y evocan esa vida apacible del pueblo, cuando en algunas esquinas envueltas en un tenue resplandor se veía a la garnachera soplando el anafre con un aventador de palma, mientras los antojitos eran esperados por los clientes. Recuerdo, entre las cocineras de estas delicias, a la señora Berta Gómez, en la oscura calle de Terán, junto al taller de Abel Aguilera: ella fue la creadora de las famosas “Chalupitas”, garnacha en forma de elipse, preparadas de frijol, chile seco y de papas; su silueta, aunque difusa, aún no se ha borrado de mi mente.  Tampoco olvido a Doña Isabel González, quien vendía sus productos típicos en la esquina de las calles Constitución y Cristóbal Colón, afuera de la popular cantina “La central”; las brasas de carbón, a menudo predominaban bajo la luz del alumbrado público. Doña Felicitas y posteriormente sus hijas María de Jesús y Asunción Hernández Mávil, también se dedicaron a este negocio que les permitía un ingreso económico; instalaron el anafre en la calle Pedro Jiménez del Campillo, afuera de la casa de doña Anita, madre de las señoritas Ronzón. En ese lugar, los días domingo, comenzaban su trabajo a las diez de la mañana, para captar los clientes que salían de la matiné del cine imperial; las sabrosas garnachas las vendían a razón de dos por quince centavos y tres por veinte. La señora Asunción –Concha– finalizó vendiendo sus garnachas, tostadas y pambazos por espacio de cuarenta años en la esquina de Aldama y Morelos donde se ubicaban las instalaciones de telégrafos, años después la “Agrícola”, sitio que don Enrique Palacios le permitió ocupar. La mente acerca los lejanos años en los que este negocio florecía en el pueblo y con claridad se vislumbra el rostro de doña Viviana, Modesta, Cata, Elena, que aderezaban el paisaje urbano entre el Palacio Municipal y el Mercado Rebolledo. Por supuesto que hubo muchas más, como doña Macrina en el barrio de Terán, la señora Andrea en la banqueta de la cantina de Eufemio Gómez o doña “Murgita” en la esquina donde inicia la calle Melchor Ocampo,  cuya faz se diluye en el tiempo.

   Los tiempos en los que predominó la venta de garnachas fue un paisaje de folclor provinciano; el delantal, el anafre, la manteca, el carbón, la lumbre, el aventador de palma y el comal enlazaban un intercambio sin fin de comentarios; por supuesto que lo mejor era degustar la garnacha preparada con salsa roja, frijoles, carne de res, pollo o papa con el complemento de la cebolla: el parroquiano se daba un buen festín entre el calor que irradiaba la lumbre y las penumbras de la noche. Las envolvían en papel estraza cuando el cliente prefería llevárselas a casa para compartirlas con la familia. La garnacha sigue viva, aunque las nuevas generaciones prefieren los tacos en sus diversas modalidades.

Hemos recorrido surcos de letras que nos situaron muy cerca del olor a barro de las cocinas, del humo, la leña y el carbón, los frijoles, la salsa, las tortillas y el pan; ese aroma se antoja delicioso. La mesa está servida y es hora de sentarse a compartir los sagrados alimentos: ¡buen provecho!